El aburrimiento
Cuando internet llegó por primera vez a mi casa yo tendría 9
o 10 años. Para conectar el ordenador a la red, debías desconectar el
teléfono y dejar la casa incomunicada. El minuto de navegación valía lo mismo
que el minuto de conversación de fijo a fijo, y las páginas iban más lentas que
el Alvia en el tramo Oviedo-León. Por eso, su uso en mi familia quedaba
restringido a lo meramente académico en presencia de mi madre y alguna
incursión furtiva de mi hermano en la red cuando ella se iba (y que dejaba de
ser furtiva al llegar el recibo).
Mis hermanos que ya estaban en secundaria o en la facultad
lo utilizaban; pero yo, que todavía estaba en primaria, ni lo olía, ya que mis
trabajos se podían hacer con los volúmenes en papel disponibles: como El Gran
Libro de Consulta de El País o un diccionario enciclopédico de los años 70.
No fue hasta el verano de 2005 cuando el ADSL y la tarifa
plana llamaron a nuestra puerta, y con ella una orgía de diversión hasta
entonces desconocida para mí consistente en minijuegos ilimitados, toda la música del Emule y el Messenger.
Hasta ese hito histórico que marcaría el inicio de mi
preadolescencia, mi infancia había consistido fundamentalmente en aburrirme,
sobre todo en verano. Tres meses eternos en una ciudad vacía, sin playa, sin
coche, sin edad para ser demasiado autónoma y sin pueblo al que ir, a
diferencia de la mayoría de mis amigas. Una vez que se acababa el club Megatrix, tocaba apañártelas como pudieras para entretenerte. Siempre era bienvenido que alguien (generalmente mi hermana) me sacara a dar un paseo, a la piscina o a lo
que fuera. Cuando estas circunstancias no se daban, mataba el tiempo con lo que tenía a mano:
el paintball de Microsoft, la PlayStation, si la televisión estaba libre, con el videojuego que me habían traído los reyes y que allá por julio me sabía de memoria, los
Lego y el tan socorrido dibujar y escribir. Por aquellos años no era yo muy de leer. Algunas de estas actividades eran compatibles con el
verdadero entretenimiento: fingir estar distraída y poner la oreja a lo que
decían los mayores sin reparar en mí o junar contenidos televisivos censurables
sin que se dieran cuenta de que tenía la antena puesta. Todo esto sin enterarme
de la misa a la media, por supuesto.
De aquella época he sacado la dudosa habilidad de tirarme en el sofá durante horas a pensar y pensar
saltando de un tema a otro hasta llegar a ideas de lo más peregrinas y a preguntas
sin solución que me obsesionaban y me distraían a la vez. Pasaba bastante tiempo
buscando certezas de que la realidad en la que vivía no era fruto de un sueño o
de mi imaginación, o dándole vueltas al concepto de falansterio (evidentemente, no con ese nombre) y los motivos por los que no se podía implantar a nivel mundial.
Todo esto sin tener ni repajolera idea de quienes eran Descartes ni Fourier.
Alternaba estas cosas con la socorrida diversión de buscar
palabrotas o alguna cochinada que hubiera oído en la tele en el diccionario
enciclopédico, para después tener que buscar el resto de palabras de la
definición porque no había entendido nada. Así descubrí lo que era el chancro
blando casi una década antes de entrar en la facultad de Medicina. Prefiero no
imaginar qué me habría encontrado si en vez del diccionario hubiera tenido a mi
alcance Google Imágenes.
También recuerdo una minicadena con un montón de discos, la mayoría grabados por amigos
de mis hermanos que sí tenían ADSL, y que incluían las óperas
primas de Estopa, de Melendi, de Gorillaz y un disco horroroso de canciones que a
mí me parecían portuguesas pero que luego resultaron ser sefardíes y que en alguna ocasión contada llegué a escuchar entero en el apogeo de mi aburrimiento.
Así que cuando me preguntan qué tal esto de la cuarentena, me resuena en el coco el estribillo de una nana sefardita, allá por el verano de 2002 y respondo: de maravilla, gracias.
El chancro duro.
ResponderEliminarLos que nos pasamos los veranos encerrados en casa somos inmunes a la cuarentena.
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