Anuncios: Dios los cría y ellos se juntan


Mi espíritu es tan refinado que ya hasta se cultiva solo, mientras yo aprovecho para reconectar con mi maruja interior a través de los magazines matinales, realities británicos de bodas, algún que otro fragmento de Sálvame o Supervivientes y, por supuesto, el programa de Bertín Osborne. Eso sí, como llevaba tanto tiempo sin sentarme tranquilamente en el sofá a consumir telemierda ininterrumpidamente se me había olvidado la cantidad de anuncios que hay. Y lo malos que son la mayoría.

Amanece en una preciosa habitación, el sol penetra a través de los grandes ventanales y sus rayos despiertan a la pareja de guapísimos treintañeros que ocupa la cama. Éstos, peinadamente despeinados, reciben el nuevo día con una gran sonrisa, dando ridículos saltitos atraviesan su piso puesto al milímetro y entran en una amplia cocina decorada en tonos claros y más limpia que los quirófanos de la clínica Mayo. Continúan con su animada charla y sus sonrisas, vestidos con sus pijamas conjuntados -ella lleva uno de esos que aún de rebajas deben valer más de 30 euros en el Women´s Secret-  mientras se preparan un Nescafé soluble. Cogen la taza con las dos manos -como si con una sola no fueran capaces- se la llevan a los labios, y ponen una cara de éxtasis, que ni Santa Teresa.

Ahora la que se despierta es una joven muchachita de unos veinte años, en una cama de 85 entre sábanas del Carrefour. Su dormitorio, como el de tantos otros jóvenes, combina artículos comprados durante la más tierna infancia -ositos de peluche, cuadros de punto de cruz- con otros adquiridos en la adolescencia -pósters de macizos y grupos de música- dando como resultado una miscelánea de dudoso valor estético. Se incorpora y tose como una tísica porque todavía no se le ha curado del todo la gripe que hace un par de semanas la postró en la cama. Con la chaqueta de un pijama y los pantalones de otro, se dirige baño a echar un pis, y luego ya piensa en prepararse el desayuno. La cafetera está vacía y sucia, y, por no aclararla, llenarla y esperar a que esté lista, decide desayunar otra cosa. Rebusca en la despensa y, justo detrás del paquete de galletas Chiquilín rancias, encuentra un bote de Nescafé soluble. Se cerciora de que no esté caducado y se prepara una taza que realmente es un vaso de Duralex, se lo lleva a la boca y lamenta no haber llenado la cafetera. Mientras se toma ese brebaje,  decide poner la televisión, y, como el mando está estropeado y no quiere cambiar de canal, no le queda más remedio que tragarse un anuncio tras otro. De pronto, en su televisor aparecen los treintañeros guapos y ricos del anuncio de Nescafé, con su mañana perfecta; y nuestra joven protagonista -que nada tiene que ver con la autora de este blog- se siente tan estafada que apaga la tele y manda el café a tomar por el culo. Es entonces cuando, tras un agudo análisis de los acontecimientos, se da cuenta de que su vida y la del resto de mortales ajenos a los decorados publicitarios, se parece más a una película española cutre que a cualquier anuncio.

Otra prueba de la infame calidad de la publicidad la encontramos en los spots de cervezas nacionales; siempre que los veo siento el irrefrenable impulso de pegarme cabezazos contra la pared hasta que se me desprendan las retinas.  Todos son iguales, sobretodo en verano: de fondo, el atardecer y alguna canción ligera a medio camino entre lo indie y lo comercial -para que nadie se sienta discriminado-; una cuadrilla de jóvenes tomándose algo en un entorno tan cosmopolita como privilegiado brindan a cámara lenta mientras exhiben obscenamente sus gafas de sol, sus barbas y sus sonrisas profident. Por un momento dudas si te están vendiendo Colgate, Raiban Wayfarer o San Miguel. Finalmente, la cita pseudofilosófica sobre la amistad, inherente a todos los anuncios de birra te saca de dudas.  ¿Alguien me puede decir por qué en ese tipo de anuncios nunca salen los niños tocahuevos que lloran y gritan en los bares, los camareros viejos que  llevan la camisa tan abierta que enseñan un pecho con más pelos de los que quisiéramos ver, las mesas de propaganda eternamente cojas, los manteros que te interrumpen para venderte discos, los baños limpiados con poco esmero? Nos venden a Andrés Velencoso cuando la realidad de nuestras vidas es Gabino Diego y lo peor es que no lo aceptamos, que cogemos al pobre Gabino Diego y le subimos el brillo y el contraste a placer, le ponemos un filtro chulo y cuando juzgamos que ya se parece más a Velencoso que a él mismo, lo subimos a Instagram. Pero mis muy queridos lectores, lamento informaros de que, a parte de las drogas que son muy malas, no existe ningún filtro aplicable en tiempo real al ojo humano.




Finalmente, no podía terminar este post sin mencionar el que es uno de mis géneros publicitarios favoritos, los anuncios de productos de higiene femenina. Desde la rancia aquella vestida de rojo que te picaba a la puerta de clase diciendo ser "tu menstruación" -hacerle eso a una menor tiene que ser, con toda seguridad, un delito tipificado- los publicistas han seguido una trayectoria ascendente coronándose más cada año.
 Recuerdo un anuncio de Tampax me tenía intrigadísima. Se trata de una metáfora visual digna de Focault en la  aparece Úrsula Corberó nadando en bolas en una piscina. ¿De verdad es un anuncio dirigido a mujeres? ¿A qué clase de mujer con un mínimo de sentido de la higiene se le ocurre nadar en pelotas en una piscina estando en esas fechas tan señaladas?  ¿O tal vez ella entrando en la piscina represente la entrada del dichoso tampón en otro lugar?  Demasiado profundo para mí. Pero ¿qué vamos a esperar de unos publicistas que ignoran el verdadero color de la regla? La regla es sangre, y la sangre es roja. No entiendo ese afán de demostrar la capacidad absorbente de compresas y tampones con agua teñida de azul. ¿Hay algún problema con el colorante rojo? ¿es más caro? ¿acaso es propiedad intelectual de Coca Cola? ¿apología del comunismo, tal vez?

Aunque sin duda, la joya de la corona es el anuncio del Monitor Clearblue, una especie de calendario-test de ovulación digitalizado que va asignando el color rojo o verde a cada día en función de si existe o no riesgo de embarazo. Seguro que más de uno se acuerda de esa pareja que, sentados en un sofá, nos cuentan que han decidido cambiar de método anticonceptivo y pasarse al Ogino Monitor de Fertilidad Clearblue. Hasta aquí todo correcto ¿no? ¡Pues no! No sé si son los actores, el guion, el feng shui del plató o qué coño, pero me da muchísimo repelús. Ayudaría que explicaran el funcionamiento del aparato sin hacer el gilipollas. Él dice algo así como: "Si sale rojo...¡peligro, peligro, peligro!, pero si sale verde... podemos hacer el amor" (poniendo voz de vicioso). El anuncio termina con ella mirando la pantallita de reojo y él preguntando "Cariño, ¿de qué color ha salido hoy?" "Verde" "Jijijijijijiji" (risillas picaronas). Son de bofetón. Pese a que me enervaba, siempre lo veía entero porque una parte de mí albergaba la esperanza de encontrarme con la otra versión del anuncio, aquella en la que les sale el rojo y el dice "Pues me voy de putas". Y aquí sigo, esperando. Empiezo a creer que no existe.

Hoy voy a concluir con una recomendación, se trata de una novela de Frédéric Beigbeder titulada 13,99 euros, cuyo valor no reside tanto en su calidad literaria como en toda la mierda que destapa sobre el mundo de la publicidad. Después de leerla es imposible volver a ver los anuncios con los mismos ojos. Si es que no te los has arrancado después de ver el spot de Clearblue.
















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